jueves, 19 de marzo de 2009

Cada loco con su tema


¿Qué hacer con la muerte?

Pregunta recurrente, pregunta de retorcidos dirán otros.
Qué cuestión no.



El terror a ella, el sostener la última posibilidad de producir un respiro, el padecer propio o de terceros por procesos y recetas médicas que dilatan el final o maquillan las enfermedades, la connivencia psicológica con el temor constante, el convertirse en un "deseador" del deceso por la sola acción de pensarlo y repensarlo, la construcción de un armado emocional que reprime las reales sensaciones; son algunas de las ideas que pueden atarse a la muerte.


Todos hablamos de ella. Inevitable, superable, se comenta desde el sentido común o quienes no han sopesado una pérdida; esperable para algunos, cercana para los que murieron tantas veces. Traumática, segura, instantánea, eterna, injusta, pacificadora, con nula fundamentación, exaltada por dioses con existencia astrológica, productora de un brutal acostumbramiento.
Borra, culpa, renace, duele, odia, extraña, oculta, miente, asevera, destruye, irreparable, irrefrenable, incontrolable, innecesaria, inacacable, ilimitada. Mata, quita, ataca, no distingue, pura practicidad, arruina, roba, desequilibra, libera, silenciosa, verborrágica, individualista. Mata.


Y se puede seguir porque el cauce de imágenes y elaboraciones anímicas no decrece. El mutismo interno y corporal son los primeros síntomas, se propagan, es todo por contagio.

Los parámetros de felicidad son más parámetros que nunca. Los ojos son la evidencia de la brutalidad del daño.
Las creaciones psicológicas automatizadas recorren siempre lugares grises y nos provocan vomitar la sublimación, como si la reparación brillara en media hora de escaso vuelo narrativo.
Miramos los espacios vacíos cada minuto y no caemos. Creo que nunca se cae, o se cae todo el tiempo porque las secuelas son altamente enfermizas.
El efecto postmortem nunca es superador, para nada. Refiere consecuencias diarias retrógradas. El avance resulta forzado y la creencia de progreso es como la religión, una virtual idea.



Y uno continúa. El "vulgo" aconseja eso cual decálogo de reacciones, desde el pedestal de las lejanías. "Hay que vivir" rezan las pancartas fanatizadas.

Pero uno lleva impregnada la muerte. Se siente, realmente se siente. Cuando se ve morir a otro ser, la descripción deviene en escueta comparada con el instante.
Dos ojos tremendamente blancos, extensos, idos, cazando afanosamente el último retrato, una estructura corpórea ya inhumanizada que abandona su esencia, que quizás desea hacerlo, que ya no regula nada sino que depende; y que conmueve... eso sí, es un cuerpo que conmueve: rostros tan característicos que fundan el inicio de los estereotipos.


No hay lugar más que para retener la foto inviolable de la tragedia y contenerla en la inconciencia para que la herida aspire a ser sólo traumática.
El coqueteo con la muerte es así. Se escribe algo sobre ella como si bastara para mitigar.
Nada resulta claro con la muerte sólo que genera desapariciones más que físicas. Nada vuelve, menos los vivos, y eso lo sé.


Viernes 13-02-09

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